miércoles, 29 de agosto de 2007

El país como desprecio

Una interesante reflexión para todos los venezolanos. Gracias de antemano por sus comentarios.

EL NACIONAL - Martes 28 de Agosto de 2007 NACION/15
NACION
El país como desprecio
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
alopezo@cantv.net

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La frase se la he escuchado al maestro Simón Alberto Consalvi y tendría que ver con la incapacidad de reconocer qué es hoy la cosa pública entre nosotros, esto es lo que nos permite ser república, compartir una visión colectiva o al menos un concepto consensuado de nación. La hora no es la de las convergencias, me temo, sino la de las divergencias extremas. ¿Qué es lo que finalmente compartimos, qué es lo que de manera indudable nos asocia? Tendría que ser el tan denostado pasado, las fuentes históricas del pasado, la senda común por la que hemos andado durante tanto tiempo y que nos ha traído hasta estas irreconocibles orillas.

Quebrar esa noción de pasado, valorar algunas cosas y despreciar otras, reescribir su interpretación, es un ejercicio que nos deja sin base, sin sustento, y nos convierte en seres desarraigados. Hay conductas individuales hoy que son despreciables, que no toman en cuenta al semejante; y hay también conductas públicas que resultan ofensivas porque también encierran una dosis considerable de desprecio por el otro. Tristemente, la hora del desprecio podría ser ésta que vivimos –desalmados, desconectados,insensibles– y quien fundamentalmente la sufre es el país –el país de todos,se entiende–, pues es el país lo que más despreciamos.

Asombra ver, por ejemplo, el tratamiento que le damos a nuestros muertos, y no se diga a nuestros muertos más ilustrados. Muere el periodista Jesús Sanoja Hernández, un memorialista del siglo XX, y el país no reacciona ni con un obituario. Muere la poeta Elizabeth Schön, una de las más sobresalientes de los años veinte, y el país ni siquiera anuncia la edición póstuma de sus obras completas. Quienes más le dan al país, quienes más se funden con él en significado y propósito, porque finalmente entregan su vida para descifrarlo o celebrarlo, bajan intranquilos al sepulcro. Moraleja deestos tiempos: mientras más país eres, menos valoración tienes; mientras más te consubstancias con él, mayor es el desprecio que concentras.

Triste paradoja, sin duda.

Lo que cosechamos hoy es fundamentalmente contravalores: el país como botín, el país de las apetencias individuales, el país de la dádiva y no del esfuerzo, el país de milicias y no de ciudadanos, el país de la mendicidad y no de los servicios públicos, el país de la transitoriedad y no de la permanencia. El petróleo ha creado una impronta cultural nómada, que no sedentaria, y si algún esfuerzo se intentó hacer en el siglo XX fue el de crear sentido, buscar raíz, frente a la movilidad permanente. Pero hoy hemos vuelto al nomadismo más vertiginoso, como quien cruza veloz por una carretera y ni siquiera se detiene a ver el paisaje. Somos más portátiles que nunca, más nómadas que nunca, más horizontales que nunca, y ni un ápice de reflexión se asoma por nuestras cabezas.

Vivir de nuestros viejos espejismos, creer que el petróleo será la fuente de la eterna juventud, pensar que el esfuerzo siempre será tarea de otros.

En apariencia, parecemos otro o aspiramos a serlo, pero en lo hondo tenemos la misma marea de fondo que ha condicionado nuestra cultura desde hace unas cuantas décadas: transferir nuestras responsabilidades al padre o redentor de turno y anular nuestra propia voluntad.

En síntesis, que el país lo hagan otros y nunca tú mismo.

Por eso es que lo terminamos despreciando, porque no es hechura nuestra y
siempre habrá a quién culpar de lo que nosotros no hemos hecho o querido
hacer.

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