miércoles, 26 de febrero de 2014

Todos los que me rodeaban, 7 u 8 uniformados, comenzaron a patearme

Gabriel Osorio, fotógrafo. #Testimonios

El sábado 15 de febrero de 2014 fui al municipio Chacao a fotografiar las manifestaciones estudiantiles cerca de la Plaza Francia, en Altamira. Luego de dos horas caminando para tratar de llegar al núcleo de la manifestación, cercada a esa hora por piquetes de la Guardia Nacional Bolivariana, un soldado se detuvo a unos diez metros de mí y me apuntó con un fusil. Esto fue lo que ocurrió antes y después.
Llegué a la calle Sucre de Chacao cerca de las nueve de la noche. Una nube de gas lacrimógeno flotaba inmóvil en medio de calle. No había brisa. Había que esperar y me resguardé, en cuclillas, detrás de una columna en la fachada del edificio Ureña. La visión era escasa, pero el ruido de las armas antimotín, los gritos de la gente y los vidrios y piedras que caían de todos lados espantaban la idea de una noche en calma. Quería salir de allí para poder hacer fotos con un mejor ángulo, cerca de los manifestantes. Desde donde estaba sólo veía al pelotón de la GNB cada vez que cruzaban la esquina para avanzar en dirección norte sobre la Av. Mis Encantos. Las luces de los postes estaban apagadas. No había buena iluminación para hacer fotos. Sólo podía ver las siluetas de soldados que cada tanto subían o bajaban por el bulevar Arturo Uslar Pietri. Corrían de arriba a abajo. Se detenían, disparaban a los manifestantes y se desplazaban de nuevo. Cada tanto, uno o dos de ellos lanzaba una bomba de gas o hacía unos disparos de perdigón en dirección a la calle donde yo estaba, pero siempre volvían donde estaba la mayoría de los estudiantes. Detrás de la nube espesa de gas destacaba un fondo alumbrado con el naranja opaco de unas luminarias de la esquina.
Desde el pasillo interno del Ureña también salía un chorro de gas tóxico. Minutos antes los guardias habían disparado una bomba lacrimógena directamente a un grupo de personas que pedían a gritos que no lanzaran gas, porque había niños y ancianos en sus casas. Yo llevaba mi máscara antigás y el soldado también. Cuando cargó el arma, me puse de pie y levanté mis manos. Dije: “Soy de la prensa. Estoy trabajando”, al mismo tiempo que mostré mi carnet con una mano y con la otra la cámara. De inmediato y sin mediar palabras el funcionario comenzó a disparar perdigones. El primero no dio en el blanco porque me agaché a tiempo y había un vehículo justo entre nosotros. Para el segundo ya estaba escondido detrás de uno de los tres carros que quedaban estacionados cerca de mí. De inmediato aparecieron otros soldados, a hacer lo mismo. Yo era el único blanco, porque en ese momento no había más nadie en la calle. Los perdigones acertaron vehículos, fachadas y rozaron partes de mi cuerpo. Corrí agachado entre los vehículos hasta que se acabaron. Mi única opción fue cruzar al otro lado de la calle, pero casi llegando me dieron en la pierna izquierda y caí al suelo. Me arrastré hasta llegar a un rincón del edificio Ánimas, para evitar más disparos. “¡Soy de la prensa!” grité de nuevo. Me van a matar, coño… pensé.
Me rodearon. Los que no llevaban máscaras usaban cascos antimotines, con visor de plexiglass. Al menos dos de ellos llevaban pistolas en la mano. Me empujaron contra la pared. Me pidieron la cámara y trataron de arrancármela. Como no la solté, amenazaron con “llevarme”. En ese momento alguien dio una orden y entre varios me tomaron de los brazos para llevarme a otro sitio. Me empujaron de nuevo. Yo repetí que trabajaba en prensa. Dije que no iba a entregar la cámara porque se trataba de mi instrumento de trabajo. Ni la cámara ni la máscara antigás. No tenía dudas de que si me la quitaba iba a dejar de ver y de respirar en tan solo segundos. Me empujaron de nuevo y trataron de inmovilizarme. En ese momento uno de ellos me golpeó en la cabeza con su pistola y caí al suelo. Al tratar de levantarme recibí otro golpe fuerte en la cabeza. Este último fue un golpe seco. Implacable.
En ese momento todos los que me rodeaban, siete u ocho uniformados, comenzaron a patearme y a golpearme como pudieron. Uno de los funcionarios me haló por la mochila que llevaba en la espalda para quitármela, mientras los demás seguían golpeándome. No pudo arrancarla porque estaba asegurada con una correa a mi cintura. Mientras ese guardia me arrastraba por la calle, halándome por el morral, los otros uniformados me seguían a patadas. Busqué proteger mi cabeza, mis costados y mi cámara. Los cristales de la máscara se empañaron de vapor y se llenaron de sangre. Mi capacidad visual se redujo al mínimo. Mientras me golpeaban, escuchaba los gritos de los vecinos: “¡Cobardes! ¡Hijos de puta!”. Como quedé muy cerca de un carro estacionado, me arrastré hasta lograr un flanco medianamente cubierto. Sin embargo, del otro lado –el que estaba libre de vehículos– los otros funcionarios hicieron cola para esperar su turno y patearme. Uno por uno o varios a la vez. Buscaban la cabeza, los costados, los testículos. Durante la golpiza también intentaron arrancarme la máscara antigás. No pudieron. Pero la movieron de su sitio y dejó de funcionar bien. Perdí aire y tragué gas, mucho gas. Hubo un momento en el que dejé de sentir los golpes y me aturdí. Me dejaron sobre el pavimento y se perdieron en la oscuridad.
No puedo asegurar que todos los funcionarios me golpearon, pero al menos seis o siete lo hicieron. Sé que había otros soldados. Pude entrever, durante el ataque, que había al menos uno de cada lado de la calle, a varios metros de donde estábamos, cuidando las espaldas del pelotón.
Me levanté y caminé a rastras hasta una calle ciega que estaba a unos quince metros. Allí caí al suelo (o sobre un carro, no recuerdo) mareado y casi inconsciente. Traté de pedir ayuda pero mi voz falló. No tenía aire en los pulmones y los efectos del gas se dispararon. De inmediato se acercaron unas personas corriendo, me tomaron por las axilas y me sacaron de allí. Me llevaron hasta un edificio residencial. Eran estudiantes y vecinos. Adentro, en planta baja, se acercó una señora y me ofreció varios vasos de agua. Un joven me limpió la sangre del rostro y otro me hizo oler un paño empapado en leche, para calmarme. Una chica como de 23 años revisó, esterilizó y vendó muy cuidadosamente casi todas mis heridas. Un vecino llamó a una ambulancia y otros dos la esperaron. “Dios te bendiga” fue la última frase que escuché al abordar la camilla.
No pude hacer buenas fotos. No era mi noche. Y de paso me encontré con el crimen y la oscuridad. Pero sí me llevo una imagen alentadora, bien iluminada, un retrato en mi cabeza que me anima a seguir y me ayuda a ver todo esto con más claridad. Queda en callejón Codazzi, en la calle Sucre de Chacao: el edificio donde viven estas personas, estas buenas personas, casualmente se llama Venezuela.”

Etiquetas: , , , , ,

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal