viernes, 14 de mayo de 2010

A Diego Arria - Thanatos en Miraflores

Vivimos la escenificación simbólica de una guerra a muerte. Por el momento se expropia y se encarcela, no se fusila. Dios quiera que sus manos no se tiñan de sangre, como el 11 de abril. Si lo hiciere, estará más cerca que nunca del destino de aquellos dictadores, gigantes en libertad, convertidos en enanos en el banquillo de los acusados. Diego Arria fue el testigo de cargo de Milosevich. Jura haber asistido a la transfiguración. Al momento de escuchar la sentencia no medía un palmo.

A Diego Arria
Antonio Sánchez García

THANATOS EN MIRAFLORES

Quien crea que expropiarle los bienes a Diego Arria satisface en lo profundo a quien ordena el atropello, se equivoca. No ha leído a Hannah Arendt, a Jung ni a Sigmund Freud. Tales desafueros, llevados a la práctica por los encapuchados del Talibán islámico criollo, últimos mohicanos que le van quedando para hacerle el trabajo sucio que él circunscribe al cerco de sus dientes y agota en la pestilencia de sus palabras, cumplen una función supletoria, sucedánea. Son, para decirlo en lenguaje junguiano, simples metáforas, símbolos que expresan sus deseos destructivos más profundos.

Pues por más caos, destrucción y miseria que esparzan, no alcanzan para tranquilizar con su cuota de sangre al Thanatos que lleva en los entresijos de su corazón. En su insaciable voracidad destructora no se siente satisfecho ni siquiera con el paso superior al maquiavélico juego de la expropiación: el sacrificio ritual de las reses, que prefiere ver pudrirse agusanadas antes que sirviendo al jolgorio estomacal de sus esbirros. O arrancar de cuajo las mil quinientas matas de naranjas, convertidas en alimento del juego lustral de la venganza. O las obras de arte arrancadas con particular saña de las paredes de La Carolina y tiradas al basurero de Miraflores. Todos esos actos de barbarie tribal, tan cercanos a los que cometía uno de sus ancestros, el cuatrero Maisanta, mediatizadas ahora por los certificados de buena conducta de los señores Carlos Marx y Federico Engels o enaltecidas con el lustre de Fidel, el Saturno caribeño, que le susurrará alguna felicitación por el teléfono rojo que aún mantiene cerca de su cama ortopédica allá en el Bunker habanero, son mero Ersatz, como diría Wilhelm Reich o Michel Foucault. Un sucedáneo. Buena torta ensangrentada a falta del amargo pan de Caín.

En lo profundo de su insaciable rencor bicentenario quisiera darle un manotazo a los símbolos y entrarle a la barbarie por la calle del medio, de lleno y sin contemplaciones. Hundirse como Kurz, el del Corazón de las Tinieblas, en el pantano sanguinolento de la barbarie. Como Bobes con sus lanzas coloradas o Antoñazas con sus cabezas degolladas, los machetes en alto destilando sangre. Ese rencor insaciado, a medias satisfecho con leguleyerías de tinterillos castristas, no termina por quitarle la acidez de la boca del estómago.

El quiero y no puedo, ese horror a enfrentar de una buena vez su propia verdad, dejar a un lado las ambigüedades y dar el paso definitorio hacia la horrorosa magnificencia de la maldad apocalíptica que esconde en su corazón y conocieran con su hedor a pólvora y carnes chamuscadas sus arquetipos: un Fidel Castro o un Ramiro Valdés, un Augusto Pinochet o un Manuel Contreras, un Marulanda o un Raúl Reyes. Esa inconsecuencia existencial lo debe tener atormentado, consumido, extenuado. Todos sus ancestros fueron asesinos natos: además de Bobes y su pandilla de exterminadores, Ezequiel Zamora, Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez. Lo es su dulce e íntimo enemigo, Raúl Castro, de quien dijera imaginariamente su hermano Fidel: “No creo que nadie haya fusilado a tanta gente en Cuba como él.” Ni de manera tan masiva y tan brutal, agrega el Caballo, según versión de Norberto Fuentes.

La magna obra de éste, su otro hermano: acarrear decenas, cientos de periodistas hasta un sitio baldío, ponerlos a abrir unas zanjas en descampado con el auxilio de un bulldozer y luego ametrallarlos y darles el tiro de gracia de su propio “puño y letra”. “Somos la misma cosa”, le oímos murmurarle al oído frente a las cámaras de televisión. Como en un aparte shakesperiano. ¿No hubiera sido una forma mucho más expedita de resolver los “delitos de opinión” que esa maldita Ley Resorte? El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

¿Dará el paso final hacia su perdición? ¿Cumplirá la sentencia socrática, que alguien afirma era el imperativo categórico preferido de don José de San Martín: “llega a ser el que eres”? ¿Navegará algún día en ese océano de sangre que le teñía las manos, con sus aterradores fantasmas, a Macbeth, el impostor torturado por su mala conciencia? Vivimos la escenificación simbólica de una guerra a muerte. Por el momento se expropia y se encarcela, no se fusila. Dios quiera que sus manos no se tiñan de sangre, como el 11 de abril. Si lo hiciere, estará más cerca que nunca del destino de aquellos dictadores, gigantes en libertad, convertidos en enanos en el banquillo de los acusados.

Diego Arria fue el testigo de cargo de Milosevich. Jura haber asistido a la transfiguración. Al momento de escuchar la sentencia no medía un palmo.

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